
De guagua, mi mamá se resistió a llevarme al peluquero y ella misma se encargaba de cortarme el pelo. Lo mismo pasaba con mi hermano. Supongo que era casi como un ritual para ella cuidarnos el pelaje como si fuéramos nutrias...es comprensible, puesto que ella tenía muy poco pelo y debe haber sentido pavor de vernos pelados.
Un mal día, una tía quiso hacerle un regalo y nos fue a buscar sigilosamente. Yo tenía cinco años y mi hermano, tres. Recuerdo que odié al tipo, porque no me debaja comer mis dulces (una especie de candy con sabor a mantequilla de maní que nunca he vuelto a ver) y me apretaba las mandíbulas para obligarme a permanecer quieta. Ni caché lo que me hizo en el cabello. Lo que sí recuerdo de manera prístina es la cara de espanto que pusieron mis padres cuando nos vieron. Después hubo feroz llanterío, mientras mi mamá nos abrazaba, mi tía se deshacía en disculpas y mi papá la retaba como cabra chica.
Es que nos había dejado HORRENDOS. Yo figuraba con las mechas tiesas y cortas como milico recién enlistado, mientras que a mi hermano le habían cortado todos los ricitos de oro que mi mamá adoraba a niveles superlativos.
Nunca más volví a pisar una peluquería, hasta los 13 años. Esa vez me llevó mi propia mamacita y me volvieron a dejar con corte militar. En esa ocasión las traumadas fuimos dos.
Era un completo patito feo: pelo corto, justo engordé, me apareció un pequeño acné y más encima usaba frenillos. De ahí en más, siempre me traumó mi aspecto físico; tanto así que ni siquiera me tomaba la molestia de mirarme al espejo.
A los 14 ya había bajado de peso, el pelo había crecido y el prurito en las mejillas fue cosa del pasado pero no en mi mente: en la azotea seguía siendo un cerebro con patas...hasta los 17 años.
A esa edad, me di cuenta que las personas no me percibían como el ser horripilante que yo estaba segura de ser. Aunque tampoco me creí bonita. En ese sentido he sido súper aterrizada -casi- toda mi vida. Pero a una peluquería, pues nunca más.
Hasta los 25.
El pelo me llegaba prácticamente a la cintura y desde hacía unos tres años que todos los veranos me hacía un tomate para no asarme de calor. Doce largos años sin que ninguna tijera ajena tocara mi cabeza...doce!!!
Fines de noviembre de 1997, salí de la práctica y sentí un impulso irrefrenable. El día anterior había estado viendo un programa en la tele con un famoso peluquero y pensé: "Si me voy cortar el pelo, que sea en serio pero a la segura".
Así es que partí a la peluquería de S.F. y le espeté un "¡Córtame el pelo lo más corto que se pueda!...sin miedo...¿por favor?..."
Salí de allí muy foronga pero una vez que llegué a mi casa y me miré al espejo, sentí las patas de lana y casi me largo a llorar.
Qué hice, por Dios!!!
Al otro día tenía que llegar a la práctica pero no fui capaz de asomar la cabeza ni fuera de mi dormitorio. Permanecí acuartelada como tres días.
Luego que pasó el horror del cambio y me tranquilicé, me volví una yegua altanera. Gasté fortunas en maquillaje, cremas, productos capilares casi inverosímiles y realicé un cambio radical en el vestuario: todo ajustado, mucho cuero, tacos y una actitud que me costaría barbaridades volver a tener.
Era una mina, la tremenda mina, a decir verdad. Durante varios años me sentí regia, estupenda, fenomenal ¡Y me resultaba!
¡Qué grandioso era sentirme inalcanzable! (ustedes no lo notan pero ha transcurrido una hora desde la frase anterior...y es que de verdad me gustaba, así es que me puse a paladear recuerdos por un rato).
Como todo ser humano, yo aprendo a porrazos y me caigo feo mientras más alto esté el pedestal al que me subí.
Obviamente, me caí: me di varios costalazos muy dolorosos, algunos por mi culpa y otros que simplemente tuve que sufrir.
Y acá estoy, escribiendo este post justo después de mirarme al espejo y odiar a mi peluquera por lo que me hizo, encontrándome como siempre me hallé: un cerebro forrado en piel de sapo y encima superflua...
...en fin...