
Cuando llegas, te cuelas siempre entre el fraseo de las palabras ajenas. Te dejo entrar...no, a decir verdad no lo hago pero aún no aprendo a cerrarte el paso.
Y te vas desplazando, lentamente, con sigilo. Intento obviarte, te prometo que trato de no acogerte. No te quiero acá, te quiero lejos de mi. Ojalá me olvidaras y yo me olvidara de ti para siempre. Sería un regalo solo conocerte de oídas o por haber leído de ti en una revista olvidada. Pero te conozco ¡Maldición!
No sabría decir cuando fue la primera vez que, subrepticiamente, te incorporaste en mi vida. Si hubiera sabido de ti, pues no habrías podido abrirte camino, para acompañarme a la fuerza.
De vez en cuando logro expulsarte y, cuando te vas, se va contigo esa venda oscura que me ciega. Vuelvo a ser yo, dejo de escuchar tus lamentos y nuevamente tengo un destino, un norte, una ambición.
Cuando llegas cierras mis puertas y te quedas con el manojo de llaves que pende sobre mi cuello. Lo tomas con propiedad...porque me conoces. Me conoces más de lo que yo quiero saber de ti.
Tú lo quieres todo y a veces casi lo logras.
Una vez que me has tomado, sabes cómo conseguir que cada mal paso se transforme en una tormenta. Me halas los pies y no me dejas avanzar, me hipnotizas y te sigo, te sigo aún cuando no es lo que quiero.
Entonces, cundo ya me tienes en el suelo, hundida en la podredumbre de mi (aquella que reflota contigo cuando apareces), te exorcizo, te escupo, te tomo por el cuello e intento ahogarte en una batalla que parece interminable.
Luego me desvanezco yal despertar ya no estás pero no te has ido, me acechas, me buscas, me esperas, hasta volver a colarte en los siseos ajenos.