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13 de febrero de 2012

En Misa

El viernes estuve en misa. Yo no soy practicante y no creo haber ido a más de diez misas en mi vida y todas por el mismo motivo: Misa de responso o conmemoración de algún ser querido que ya se fue. Y, claro, ése fue precisamente el caso: el viernes 11 de febrero se cumplió un año desde la muerte de mi papá. Para su velorio y responso, se usó un "templo" aledaño a la iglesia de Los Capuchinos. Esta vez, la misa se ofició en la nave principal, la misma en que mis padres se casaron hace 41 años. Sellaron allí su destino y se comprometieron a formar una familia. Ese compromiso duró 31 años y fue "hasta que la muerte los separe". 
La Iglesia es preciosa y provoca una suerte de recogimiento inmediato. Tal vez se deba a las muchas imágenes, frescos y vitrales que hay dentro y que recuerdan enormes penurias de los bíblicos personajes allí representados.
A pesar de la belleza y los pesares que se llevan los ojos a épocas pretéritas de indecibles sufrimientos, no estuve mucho tiempo detenida en ellos, tampoco degusté largamente las palabras del párroco (o como se le diga, no quiero sonar peyorativa). Creo que eso lo guardé en mi memoria de paginación para después de ese momento.
Me imaginé cómo habría sido su ceremonia de matrimonio. Acudí a las historias familiares para llenar los vacíos que mi imaginación no logró completar. Sabía de antemano, por ejemplo, que esa iglesia nunca estuvo tan llena de flores como ese día de febrero en que se casaron. Recordé las fotos familiares en las cuales aparecía mi mamá, resplandeciente, bellísima como era, asomando desde un auto que impactaba por su majestuosidad, vestida de impecable blanco con un traje etéreo y lleno de borlas, encajes y una larga cola que no terminaba de salir del automóvil. Recordé la foto en que mi papá figuraba con cara de eterna redención hacia esa mujer que estaba por tomar sus votos con él. Me acordé que mi madre siempre confesaba que las cañuelas le tiritaban tanto que apenas podía sostenerse en pie, mientras mi padre le recordaba que casi le había deshecho el brazo de tanto que lo apretaba. 
Recurrí a las historias que contaban mis tías acerca de la fiesta, apoteósica como pocas, porque todos querían un matrimonio principesco y lo tuvieron.

Volviendo a la iglesia, recordé a mi papá, su decrépito descenlace, sus furias eternas, su viudez tan total, solitaria y triste. Pensé ¿Qué tan difícil hubiera sido que se llevaran bien, si era obvio que se querían por montones? Es decir, era inevitable que el carácter de él empañara cualquier relación, hasta con la más dulce mujer, como era mi madre pero ¿cómo nunca logró darse cuenta de la estupidez que estaba cometiendo? Solo el aviso de la inminente muerte de su mujer, solo que le dijeran "mire, lo único que puedo decirle es que ella morirá en tres o seis meses más, a lo sumo" pudo hacerlo cambiar. Y cambió, fue otro, tanto que hasta logró impensadamente que mi madre le dijera que se había vuelto a enamorar de él, porque era nuevamente el hombre que ella conoció antes de dar el "sí". Al menos al final, fueron felices, amigos, compinches otra vez.

Lamenté que el velorio y correspondiente misa de mi madre no se hubiese celebrado en el mismo lugar. Si todo partió en Los Capuchinos, todo debió terminar allí también.

El viernes fue un momento de reflexión, de dejar brotar en parte la tristeza que me carcome el alma; un instante para recordar a mis padres, para sentirlos cerca, aunque fuera por una hora nada más. 

Y siendo egocéntrica, como siempre he sido, debo decir que fue un momento de sentirme acompañada por un par de instantes, para abandonar el lugar y volver a sentir el abandono en carne propia otra vez, como siempre, como cada día de mi vida, hasta que muera, probablemente.

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