Las cosas andaban mal: los noviazgos a distancia son siempre complicados (personalmente siempre los vio como utopías). En seis meses se habrían visto unas tres veces y todas esas ocasiones a hurtadillas (hay secretos que nunca pueden ser develados y ambas lo sabían).
Hasta que la más impulsiva de las dos, se decidió un 19 de septiembre, día de la Parada Militar y no encontró nada mejor que, messenger de por medio, comunicarle que hasta ahí llegaba todo, que no había vuelta atrás ni adelante, que lo que nunca debió ser no lo sería más.
Y la bucólica, la pausada y siempre muy medida, comenzó a vomitar como si se tratara de una burda escena de película gringa.
Es difícil comprender cómo una persona tan aterrizada y aplastante en su realismo hubiera sido capaz de aventurarse así pero lo había hecho y había perdido, sabiendo de antemano que -como reza la propaganda de una serie- "con las mujeres no se juega"; conociendo perfectamente las posibilidades de perder en una apuesta de a dos.
Pero a veces la gente se ciega y cree que si quiere algo lo suficiente, lo conseguirá, por difícil que parezca, por alejado, por ilusorio.
Así es que volvió a apostar y tomó un vuelo de madrugada, sola, llena de pavor por la altura y por las consecuencias del riesgo.
Llegó a la ciudad de sus imposibles, perdida, mareada, hasta que la encontró y no supo qué decir. Quiso robarle un beso pero no fue capaz, quiso zamarrearle los hombros hasta que su corazón volviera a palpitar, le miró con ojos de pena, pidiendo compasión. Dentro de su restringido repertorio, hizo lo imposible. Pero ¿Cómo podía una mujer convencer a otra cuando no sabe lo que hace?
En el avión de regreso, tomó el asiento de la ventanilla y -aunque estaba oscuro- se dedicó el viaje entero a mirar por la claraboya el negro cielo que se enconde más arriba de las nubes cuando es de noche. No comió nada, no miró a nadie. Salió del aeropuerto, sin ver a nadie aún, sin escuchar nada más que el sordo eco de los motores del avión.
El viento partiéndole la cara le hizo despertar de su abismo y casi sin quererlo, se marchó tarareando una tonada marcial.
Hasta que la más impulsiva de las dos, se decidió un 19 de septiembre, día de la Parada Militar y no encontró nada mejor que, messenger de por medio, comunicarle que hasta ahí llegaba todo, que no había vuelta atrás ni adelante, que lo que nunca debió ser no lo sería más.
Y la bucólica, la pausada y siempre muy medida, comenzó a vomitar como si se tratara de una burda escena de película gringa.
Es difícil comprender cómo una persona tan aterrizada y aplastante en su realismo hubiera sido capaz de aventurarse así pero lo había hecho y había perdido, sabiendo de antemano que -como reza la propaganda de una serie- "con las mujeres no se juega"; conociendo perfectamente las posibilidades de perder en una apuesta de a dos.
Pero a veces la gente se ciega y cree que si quiere algo lo suficiente, lo conseguirá, por difícil que parezca, por alejado, por ilusorio.
Así es que volvió a apostar y tomó un vuelo de madrugada, sola, llena de pavor por la altura y por las consecuencias del riesgo.
Llegó a la ciudad de sus imposibles, perdida, mareada, hasta que la encontró y no supo qué decir. Quiso robarle un beso pero no fue capaz, quiso zamarrearle los hombros hasta que su corazón volviera a palpitar, le miró con ojos de pena, pidiendo compasión. Dentro de su restringido repertorio, hizo lo imposible. Pero ¿Cómo podía una mujer convencer a otra cuando no sabe lo que hace?
En el avión de regreso, tomó el asiento de la ventanilla y -aunque estaba oscuro- se dedicó el viaje entero a mirar por la claraboya el negro cielo que se enconde más arriba de las nubes cuando es de noche. No comió nada, no miró a nadie. Salió del aeropuerto, sin ver a nadie aún, sin escuchar nada más que el sordo eco de los motores del avión.
El viento partiéndole la cara le hizo despertar de su abismo y casi sin quererlo, se marchó tarareando una tonada marcial.